Por Marina Menéndez
Ante la pregunta sobre quién habla en un texto literario, Roland Barthes declara: “Jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”[1]. Barthes sostiene que quien habla en un texto es el propio lenguaje, de ahí que el “yo” que habla se construye dentro de los márgenes del discurso, sin remitir a un yo externo al texto.
Este corte del cordón umbilical entre la escritura y la voz del autor elimina la referencialidad y la figura del autor de la crítica literaria y da primacía al lector. La figura del autor ya no es el origen de la escritura; su vida, su intencionalidad, el sentido que haya querido asignar al texto se desvanecen. En consecuencia, la lectura ya no es una búsqueda por develar el sentido único y a priori del texto, o —dicho en términos barthesianos— descifrar un sentido teológico que la crítica literaria se encargaba de buscar en la figura del autor. Para Barthes, la escritura se agota en el lenguaje, es inútil tratar de descifrar un sentido único y cerrado que se esconde en la intencionalidad del autor y en su propia figura y, por tanto, es el lector quien construye los sentidos de un texto. A nuestro entender, esto no impide que las interpretaciones elaboradas por los lectores encuentren —con posterioridad a la lectura del texto literario— sostén en textos no literarios del autor; en este caso la lectura no estuvo amordazada, condicionada a priori por datos biográficos o contextuales.
El cuento “Un sueño” desarrolla una trama onírica en la que el personaje sale a pasear en “un hermoso día” y se desliza “como por un torrente” por uno de los senderos que lo llevan hasta una tumba. Percibimos aquí la mutación no solo del espacio físico, desde la apacible caminata por un espacio abierto hacia la opresión del espacio fúnebre, sino también el gradual cambio de ánimo en el protagonista, que pasará desde la “vivacidad” del principio a la perplejidad y luego al desconsuelo del llanto. Sobre la lápida un artista escribe “Aquí yace” con letras doradas, claras y hermosas, pero encuentra dificultad para continuar escribiendo el nombre del difunto porque la perplejidad y desolación ganan al protagonista ante la imagen de su propia muerte. La crítica literaria biografista ha leído en la inicial del apellido de los protagonistas de este cuento, de El proceso y El castillo una referencia autobiográfica y ha interpretado a estos personajes como alter egos del autor. También se ha propuesto —como diría Barthes, desde la crítica en la que impera la persona del Autor— que en “Un sueño” el artista que escribe en la lápida es el Doppelgänger del protagonista. Esa lectura pretende llenar el vacío del sujeto de la enunciación (el autor textual) con datos de la persona Kafka. Nuestra lectura, prescindiendo de las interpretaciones biografista tan cristalizadas en la enseñanza de la literatura[2], propone interpretar el relato como alegoría de la muerte del autor: el acto mismo de la escritura (en el cuento, la escritura de la lápida) constituye la desaparición del autor (en el cuento, del personaje que llega hasta la tumba). En este sentido, el cuento textualizaría la desaparición de la figura del autor en el acto de la escritura. Se podría interpretar la inscripción del nombre del autor/personaje en la lápida como el equivalente de la firma del autor de un texto literario: un nombre que no refiere sino a algo que no existe, que desaparece en el acto mismo de la escritura. De modo similar, podríamos leer el hueco de la tumba como el vacío en el que se pierde la subjetividad del autor.
Podría argumentarse que el título de este trabajo debería reformularse, ya que decir que anticipándose al giro lingüístico, “Un sueño” de Franz Kafka ya presenta la enunciación como un proceso vacío esconde la presuposición de que la lectura va a develar la intencionalidad del autor y, a su vez, opera una interpretación anacrónica (aunque válida) que ve en la intencionalidad del autor la anticipación de un cambio de paradigma que, aunque tiene antecedentes en la primera mitad del siglo pasado, se consolida hacia 1960 cuando Gustav Bergman acuña la expresión giro lingüístico para dar cuenta de esa nueva corriente que niega la referencialidad de la escritura y postula que el lenguaje no representa la realidad sino que la construye. Sin embargo, el título da cuenta de un proceso en el que, tras haber elaborado una interpretación del cuento “Un sueño” como alegoría del proceso vacío de la enunciación que proponen los teóricos del llamado giro lingüístico, descubrimos que en Diarios y en Cartas a Felice—cuyo análisis excede el objetivo de este trabajo— Kafka aborda el tema de la muerte del autor, del vacío y desaparición del “yo” en la escritura. Las ideas que en los diarios y cartas son meras reflexiones, inquietudes, podría leerse como un pensamiento que anticipa uno de los postulados clave del giro lingüístico: la enunciación como un proceso vacío.
[1] Barthes, R. (1994) “La muerte del autor” en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, Barcelona, Paidós, pp. 65-71.
[2] Incluso se podría arriesgar como estrategia didáctica la eliminación del nombre del autor, la firma, del texto a fin de evitar que saberes previos sobre la figura del autor o información del contexto de producción se inmiscuyan o condicionen la construcción de sentidos.
Palabras clave: autor, narrador, enunciación, giro lingüístico, postestructuralismo, referencialidad
Este trabajo fue presentado como parte de las actividades del seminario Didáctica de la teoría literaria, del postítulo Especialización en Literatura y Escritura (Ministerio de Educación y Deportes de la Nación Argentina), 2016.
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